La doble b
primer capítulo
LA ENTIDAD INTERMEDIA
La ciudad se colapsó. Por supuesto, la mujer del tiempo no había avisado de aquel cambio repentino la noche anterior. Además, estaban cayendo cuatro gotas y, como parece que a la gente la lluvia le da urticaria, todo el mundo decidió desplazarse a cuatro ruedas. Habíamos subido al autobús, como siempre, con falda, tirantes, rebequita y sandalias, así que llegamos al trabajo con los dedos de los pies como si hubiéramos escalado el Aconcagua.
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Al entrar en la oficina –una hora y cuarto más tarde–, ya estaba Pili esperándonos con el recado de que teníamos una llamada urgente de la jefa. Yo le dije a B que eso de urgente era relativo y que era mejor desayunar primero, pero ella se fue al teléfono a marcar el número de la delegación.
—Que no te-tengas que fi-fi-fichar no no significa pues que puedas lle-llegar cuando te te te dé la gana –dijo la jefa de la delegación con la voz más seca que el Siroco.
—Estaba en un atasco.
—La próxima bu-búscate una una e-excusa un po-poquito ma-más original.
—Oye…
—Bueno, mi-mi-mira, hay que pues que re-recoger la-la-las fi-firmas pa-para pasado mañana, e-espero que ha-hayas pues he-hecho lo-los tra-trámites previos.
—¿Qué firmas?
—¿Cu-cuáles va-van a ser? La-la-las firmas de de los re-responsables pa-para el docu-documento de de de pues de co-confirmación de pago.
—¿Y cómo es ese procedimiento?
—Pues reco-recogiendo la-las firmas. Cada cada subdelegación ti-tiene el suyo, ¿no no no has empezado ya? Para pues para pa-pasado mañana, im-im-improrrogable.
—¿Qué pasa si no…? –Al otro lado ya solo se escuchaba un piii.
B se quedó mirando al infinito, luego encendió el ordenador, estuvo un rato buceando de acá para allá y, al final, nos levantamos. Menos mal, ya había jugado al solitario cinco veces.
Nos dirigimos al despacho de Tomás, el contable y la única persona que podía ayudarnos; pero lo único que nos quedó claro es que había que ir con un informe al edificio de arriba. Ya no hacía tanto frío como a primera hora, pero todavía se nos puso la carne de gallina con el viento gris que barría la calle. Sugerí por enésima vez que le diéramos una oportunidad al desayuno, pero B estaba demasiado preocupada.
Llegamos a un edificio enorme con puertas de cristal; entramos, preguntamos por el despacho del hombre que nos había dicho Tomás, el Sr. Martínez Espátula, y dimos trescientas vueltas hasta encontrarlo. El susodicho tenía una calva como una plaza de toros. A medida que B hablaba, la plaza se iba arrugando más y más.
—¿De qué departamento ha dicho que viene?
—De la Entidad Intermedia.
—¿Y cómo la han podido mandar aquí?, ¿es su primer día?, ¿se ha perdido?
Cuanto más intentaba explicarse B, más la liaba.
—Esto es muy irregular –concluyó el hombre.
—¿Le importaría ayudarme a recoger las firmas para este informe?
—El Procedimiento no es así, pero bueno, ya que está usted aquí, déjeme ver.
Estuvo un rato arrugando y desarrugando la calva con los papeles delante de las gafas.
—Aquí hay un problema con la justificación del personal, ¿no lo ve? –dijo, señalando los papeles–, hay incorrecciones en las «eses», señorita.
Siempre la llaman señorita y B dice que le da reparo corregirlo, pero creo que lo que le encanta es parecer más joven de lo que es.
—¿Y cómo se puede solventar?
—Vaya a Tesorería, a ver –dijo el Sr. Martínez Espátula dando un bufido y señalando la puerta con la mano.
Cinco vueltas y ocho rugidos de estómago más tarde llegamos a Tesorería. Todo estaba lleno de mujeres con caras blancas de luz cibernética trabajando en mesas enanas. B se acercó de puntillas a una de ellas, torciendo el lado izquierdo del labio hacia abajo.
—Perdone –dijo, como si fuese a pisar una mina antipersona.
La mujer se giró, nos miró sin mirarnos, y siguió a lo suyo. Me quedé observándola porque llevaba un vestido cuatro tallas más pequeño y los labios pintados como la mujer-pulpo de La sirenita. B, de todas formas, le contó el problema y
entonces sí que nos escaneó de arriba abajo: las sandalias, la falda hippy, la camiseta de tirantes, la rebequita colgando del bolso de cuero…
—¿De qué departamento dices que vienes?
—De la Entidad Intermedia.
—Llevas poco allí, ¿no?
—No llevo ni dos meses.
—¿Y no conoces el Procedimiento?
B subió los hombros, así que la mujer se puso a mirar los papeles de nuevo.
—A ver si mis compañeras… –dijo, dirigiéndose hacia unas mesas en la parte de atrás.
Estuvo hablando con una que en seguida llamó a otra. Miraron los papeles con los ojos enormes, después a nosotros, de nuevo a los papeles, y otra vez a nosotros. B se esforzaba por mantener una sonrisa que se borraba por momentos.
—Ven un momentito, por favor –le pidió la que nos había atendido para que B se acercara a donde estaban las otras dos.
—Este informe tiene irregularidades –explicó la que parecía enterarse más, una mujer delgada y alta, entrada en años, con el pelo corto, naranja, y unas gafas de pasta.
—Sí, eso me han dicho, pero no sé cómo podría solventarse.
—Hay «eses» que deberían quitarse enteras –dijo, explicándole más a las otras dos, que a nosotros.
—Las «eses» ¿qué son? –preguntó B.
—No sabemos muy bien lo que son –respondió la que no había hablado hasta entonces, una jovencita con una expresión que parecía amable pero que podía ser de esas que guardan mucha mala leche.
—Sí lo sabemos, pero necesitamos un listado –la contradijo la enterada pelirroja.
—Pero te hace falta una ayuda para interpretar la tabla –añadió la mujer-pulpo.
—El problema aquí… –se aventuró la joven.
—Nos gustaría tener un informe –expresó la enterada.
Yo estaba riéndome tanto, que B tuvo que hacer esfuerzos por mantener una expresión seria y profesional. Antes de que pudiera responder, se pusieron a discutir entre ellas.
—Esto pasa por el problema del que nos dimos cuenta el otro día, ¿te acuerdas?: si yo este mes pago la nómina completa, hago un apunte con una «ene». Por eso aquí no cuadran las «eses». Si eliminas las «enes», esos cien son de bajas, así estoy poniendo todo el mes.
—No, lo estás quitando.
—No, lo estoy poniendo, ni siquiera las estoy corrigiendo.
—Ya, bueno, no exactamente.
—Date cuenta de que ellos han cambiado su sistema de registro. Antes no estaban en Meta4, se fueron incorporando paulatinamente, y eso de las bajas nunca lo han identificado igual.
—Pero no es una cosa puntual, es sistemático, hay algunos que con una «ese» están contabilizando bajas.
—Perdón, pero ¿qué son las «eses»? –interrumpió B.
—Las «enes» son bajas, las «eses» son altas –dijo la enterada.
—Afectados por IT –añadió la mujer-pulpo.
—Una «ese» significa sí –afirmó la joven.
—No, es al revés –la contradijo la enterada.
—No, es así, lo que pasa es que los ajustes se hacen… pero para llegar a estas conclusiones… –la apoyó la mujer-pulpo.
—Me faltaría el otro 50 %.
—Sí, por eso.
—Entonces, ¿qué le pedimos?
—Hoy va a ser un poco complicado que la atiendan.
—Tiene que mandar un correo a la gerencia poniendo en copia al coordinador.
—¿Un correo? –preguntó B agarrándose a una solución aparentemente sencilla.
—Es que se ha saltado todo el Procedimiento –interrumpió la joven, que ya sabía yo que no se podía confiar en ella.
—Encima eso, ¿para cuándo es la firma? –preguntó la mujer-pulpo dirigiéndose a B.
—Pasado mañana.
Las carcajadas fueron instantáneas, se doblaron, dieron palmadas, se tiraron hacia atrás. A B y a mí se nos contagió pese a que, en el fondo, lo que queríamos era llorar. Entre risa y risa decían: «Pasado mañana» y otra vez a descojonarse.
La joven tomó algo de resuello para preguntar:
—Es broma, ¿no?
B negó con la cabeza, apretando los labios.
—Eso es imposible –sentenció la enterada.
—Pues yo lo necesito. ¿No hay alguna forma, por inusual que sea? ¿Algo que solo se haya hecho una vez o que no se haya hecho nunca pero que, en teoría, se pueda hacer?
Se miraron, la mujer-pulpo se subió el sostén, la joven se atusó el pelo y la enterada se encajó las gafas en el tabique.
—La gerenta, ¿no? –preguntó con miedo la joven, como si ese nombre no se debiera pronunciar. Al final, a lo mejor, no iba a ser tan mala gente.
—Hombre, claro, la gerenta es Dios, si ella lo ordenara, pero vamos, que no…
—¿Dónde puedo encontrarla? –saltó B.
Se volvieron a reír, esta vez intentando contenerse un poco.
—¿De dónde venías tú?
¡Qué pesadas! ¡Luego nos decís a los niños que no repitamos tanto las preguntas!
—De la Entidad Intermedia –respondió B intentando disimular que estaba hasta la coronilla.
—Eres nueva, ¿verdad? Tú no puedes presentarte allí de cualquier forma –dijo, señalando la falda hippy–, eso lleva un Procedimiento.
Empezábamos a tener arcadas cada vez que alguien decía esa palabra.
—Han sido muy amables –dijo B, estirando la mano para que le devolvieran los papeles.
Mientras nos íbamos, todavía escuchamos un «pasado mañana, ja, ja, ja».
YO SOY ELLA
Tengo que decir que la única persona (aparte de B) con la que puedo hablar de vez en cuando es John.
La primera vez que lo hice fue una pasada. Todavía no nos habíamos mudado, ni existía Baby. B y él llevaban casados… la tira de tiempo.
B volvió muy cansada de un viaje de trabajo y John la recogió en la estación de ferry como si hubiera dado cobijo a una indigente. B se dejó dar un beso y cayó en el asiento del copiloto igual que una manta vieja.
—Mmm, hueles a gorrino –le dijo con su sonrisa de chulito. Él siempre se ponía contento de ver a B, aunque estuviera horrible.
Ella no tuvo fuerzas para reírle la gracia.
—¿Qué tal el viaje? –quiso saber, mientras arrancaba el coche.
B tampoco encontró fuerzas para responder esta vez.
Pensé: hablo ahora o nunca. Ella no pudo resistirse y oí mi voz salir por su boca, como un tren que da trompicones:
—Ha sido un rooollazo impresionante, en serio. Me-menos la parte en la que nos inventamos lo que decía el secretario del consejero porque no le entendíamos ni papa y, y, y, y, y, de vuelta, cuando se marearon todos los políticos en el barco y se les pusieron unas caras de muerto viviente que te meabas. –Conseguí que los ojos le brillaran tanto a B que se le escapó una lágrima.
—¿Edurne? ¿Qué te pasa? ¿Por qué hablas en plural de esa forma tan… atropellada?
—No soy Edurne, ella está durmiendo, soy Chiquitito.
—Ah… con que Chiquitito –dijo, no tan sorprendido como yo esperaba–, ¿y de dónde sales tú? Vamos, si es que puedo tener el honor de saber quién se ha apoderado de mi mujer.
—Más bien ella se ha apoderado de mí. Yo soy ella, pero de pequeño.
—¿Cómo que de pequeño?
—Sí, de pequeña Edurne quería ser un niño.
—Algo me ha contado.
—¿Le creíste?
—Edurne no sabe mentir, se pone roja y le da risa.
—¿Entonces me crees?
—Me imagino que si de mayor no sabe mentir es porque nunca aprendió de pequeña.
—Jamás de los jamases. Mamá me pilló hasta cuando le robé los cromos a toda la clase.
—¿Qué le dijiste?
—Que había sido una recompensa de la profe a la mejor estudiante.
—Típico de Edurne.
—Hay cosas que no cambian, pero en otras B ya no es la misma.
—¿Quién es B? –preguntó, divertido.
—B es Edurne, pero yo la llamó así por la primera letra de nuestro apellido, queda mejor.
—¿Sabes? Yo siempre he sospechado que existías.
—Eso lo dices ahora, gracioso. A ver, ¿cómo lo sabías?
Se rio, me miró y un brillo igual que el de mis ojos atravesó los suyos.
—¿Quién eres tú? –quise saber.
—Pues si tú eres Chiquitito… a mí puedes llamarme Chico Chiquitito y… –John dio un frenazo que hizo que se nos fuera la cabeza hacia adelante. Por poco no nos damos un mamporro por culpa de un coche que se saltó un stop. Noté cómo le dio un tirón a B en el cuello.
—¡Pero ¿qué coño haces?! –gritó B, poniendo cara de si pudiera te estrangularía.
—Ah, eres tú otra vez –se limitó a decir John, con voz apagada.
—¿Y quién quieres que sea, tu amante?
—No estaría mal.
Así hablaba John. Nunca daba una respuesta clara. Su palabra favorita era «depende» y, muchas veces, la sustituía por un simple subir de hombros.
EL CALEIDOSCOPIO
B es de tensión baja.
Siempre que va a tomársela, la enfermera repite dos o tres veces la prueba, hasta que B le dice:
—Es que soy de tensión baja.
—Ya, pero es que la mínima de todo el mundo es tu máxima.
Dos puntos menos y la palmas, B –me meto con ella.
Además, está el azúcar. Cuando le baja la tensión, le baja el azúcar; se coge unos colocones que las cosas empiezan a verse como en un caleidoscopio, como le pasó aquel día que íbamos en busca de la gerenta.
Yo ya le había dicho a B que, si queríamos llegar vivos al despacho de esa mujer, mejor que nos metiéramos algo en el cuerpo, preferiblemente comida, y mucho mejor si eran dulces. Pero mira que es cabezota, argumentó que no había tiempo que perder.
Al principio de un puente de hierro largo que comunicaba dos edificios, vimos un cartel con la información de lo que había en cada planta y, en la parte más alta, lucía en mayúsculas nuestro objetivo: gerencia.
Puesto que el cartel estaba a la salida del edificio principal y a la entrada del anexo, B llegó a la conclusión de que el cartel se refería, por fuerza, al anexo, aunque yo le dije que no estaba tan claro. Al cruzar el puente y mirar los jardines que había a los lados, empezó el caleidoscopio.
Las jacarandas se descompusieron y se mezclaron con el cobrizo del pasamanos; los rombos negros del suelo de la pasarela se llenaron de algodones de nubes, todo pasó del estado sólido al líquido y el olor a Nenuco de las adelfas casi nos hace vomitar. Dimos un par de traspiés, nos agarramos fuerte a los lados de plastilina y conseguimos avanzar en aquella amalgama de colores rodantes. No sé cómo llegamos al otro lado y nos sentamos en un escalón.
B rebuscó en el bolso, donde siempre llevaba algo para estas situaciones de emergencia, y encontró unas pasas. Se le debieron haber caído de algún táper y estaban todas sucias, llenas de migas, pero no era momento para andarse con nimiedades.
Poco a poco, las cosas volvieron a su sitio y pudimos meternos en el ascensor. Recorrimos la última planta sin encontrar ni rastro de la gerencia. Al final le preguntamos a un hombre que, por supuesto, nos indicó que era en el otro edificio.
Te lo dije.
No tiene lógica ninguna –me rebatió B.
Por eso.
Pude ver en su cabeza cómo se negaba a aceptarlo, para ella la lógica era lo que construía y gobernaba el mundo.
Mientras oíamos el sonido metálico de nuestros pasos atravesar de nuevo el puente, pudimos observar mejor el jardín que lucía verde, como si el otoño hubiera sido una extensión del verano, aunque el sol seguía tras las nubes y el viento era fresco aún.
Por fin vimos el rótulo ansiado ante nuestros ojos. Tocamos, no abrían, giramos el pomo con valentía, pero estaba cerrado.
¡Aporrea esa puerta, por Dios!
B se limitó a respirar hondo y por fin decidió ir a desayunar, pese a que ya era la hora de la tapa. No lo pude saborear mucho porque se devoró una pulguita y volvió a montar guardia ante la elevada puerta. Al tocar esta vez, salió una secretaria toda llena de potingues en la cara.
—¿Su nombre? –Y fue directa a comprobar la hora que nos correspondía en una libreta forrada de cuero.
—Edurne Baldonado, pero no tengo cita.
La mujer levantó la vista de la libreta y nos miró con sus pestañas empastadas en rímel como si fuera la primera vez que alguien se presentaba sin cita.
—Es que es muy urgente, no he podido solicitarla, por favor –suplicó B.
—Espere –ordenó la reina del maquillaje, metiéndose dentro otra vez.
A los tres minutos abrió la puerta y pidió con sequedad que pasáramos.
Entramos en el vestíbulo de la secretaria en el que había una mesa con ordenador y un montón de libros de esos que no quiere nadie. Allí, repasando títulos como Las veinte estrategias de desarrollo medioambiental de la Unión Europea y La política agropecuaria en el culo del mundo (o algo así) nos quedamos esperando hasta que la pulguita se convirtió en un torpedo de difícil contención.
B, por favor, atiende a tus necesidades fisiológicas, es lo mínimo que hace un ser humano por sí mismo –le pedía yo a B.
¿Y si me llama entonces?
Cuando se nos empezaban a saltar las lágrimas, se abrió la entrada del sanctasanctórum. Detrás de un escritorio robusto, frente a una ventana había una mujer-muñeca. Era igual que una Nancy que me regaló mi tío; por el día, tan perfecta que despertaba sospechas; por la noche, la cara del terror.
La mujer tenía ya preparada en la boca una sonrisa falsa, pero se le borró en cuanto nos vio. Hay que decir que, con lo del mareo y el desayuno exprés, es posible que nos hubiéramos despeinado un poco, aunque no se fijó en el pelo, sino en la falda hippy.
¿Qué problema tienen todos con tu falda? –pregunté intrigado.
—Supongo que será muy importante lo que le trae de esta forma, Sra…
—Baldonado, sí, por supuesto, verá…
Ay, Dios, con todo el lío no has pensado qué decirle.
Pues ¡ayúdame!
Dile que, como ella es Dios, has venido a rezarle.
—… eh, sí, bueno, mire, le seré sincera, hubo un error y no me informaron del Procedimiento. Ahora necesito recoger las firmas para pasado mañana –le soltó B, entregándole los papeles, que temblaban en sus manos.
—¡Pasado mañana! –Por fin logramos que se le subiera una ceja un poquito más alta que la otra y que se le torciera la boquita de pitiminí.
—Y hay otro asunto –empezó a decir B, pero no siguió porque la gerenta estaba leyendo el informe.
—Esto está lleno de irregularidades. –Estropeó su frente perfecta con un buen fruncimiento de ceño.
—Ese, ese, ese era el otro asunto.
No te pongas nerviosa, B, que tartamudeas, como la jefa de la delegación.
—¿Y los demás documentos? –preguntó la gerenta.
—¿Los demás documentos?
—Sí, los demás, la HC, la MP, la validación, la justificación y la orden definitiva.
—Ah, pues…
Socorro, Chiquitito.
Dile que se te han olvidado, en el cole funcionaba, a veces.
—Se me han debido quedar en el despacho.
—Tráigamelos mañana con el informe corregido y ¡solo por esta vez! –Subió el tono señalándonos con el dedo–. Porque, claro, viniendo de… –Hojeó los papeles–: Uf, de la Entidad Intermedia, y siendo nueva, como no presente esto… qué va, y luego tardan siglos en mandar a otro sustituto, ¿usted hizo la formación en la delegación?
—Sí, dábamos casos prácticos sin que…
—¿Entonces?
B subió los hombros y me hizo salir para poner cara de niño apenado.
—Esto es una tormenta de absurdos.
Por fin estábamos todos de acuerdo en algo.
Al menos pudimos salir de allí y hacer la visita al baño.