Qué pena del silencio de la estrella,
qué pena de la sed
y qué pena del miedo al desierto,
el que ama los golpes tenaces de la lluvia.
Qué pena me da el soplo de la brisa
que sopla en los pantanos,
los de la soledad
donde la luna tiembla
en las aguas azules y estancadas.
La sensatez insípida no puede conocer
a qué velocidad corre la luz
o por qué los mechones apretados
de aquel sauce llorón
se hunden con tamaña exactitud
en los hombros verdáceos de las aguas.
¿Dónde está el aroma seductor
de la rosa escarlata
plantada en el jardín
que brilla como el oro
de la felicidad?
Qué trabajosamente va avanzando la vida.
¿No podría esa estrella
sonreírle a los ojos de la noche?
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